¿Es Dios un orgulloso por pedir adoración?

 


El Señor Jesucristo nos dijo que la adoración es dirigida, o a Dios, o a un sustituto de él (e.g. un ídolo). Fue claro al enseñarnos que no podemos servir a dos amos. No podemos amar a Dios y a las Riquezas al mismo tiempo (Mat. 6:4). De manera parecida el apóstol Pablo nos enseñó que no podemos ser esclavos de la obediencia y la desobediencia (Rom. 6:16). El humano siempre ha tenido un sentido religioso en su naturaleza a un nivel profundo, pero evidente. Nadie puede escapar de aquello. Es la razón de por qué el dicho “el humano es religioso por naturaleza” se ha popularizado. Ante todo, esto es una verdad evidente.

    Somos religiosos por naturaleza, y se nos ha incorporado el deseo de vivir eternamente en nuestros corazones (Ecl. 3:11). Estamos diseñados para adorar y servir. Ahora bien, si Dios realmente existe entonces la adoración termina siendo moral; seres con un sentido espiritual dirigidos a estar en contacto con la realidad. Así como algunas virtudes, como la humildad, están enraizadas en la realidad, de modo similar también lo es la adoración.


¿Qué significa adorar?

Pero entonces, ¿por qué Dios insiste en que lo adoremos? Por la misma razón que los padres les dicen a sus hijos que estén lejos del fuego o de una autopista. Dios no quiere que nos desprendamos de la realidad última (él mismo) ya que solo terminaremos lastimándonos. Su llamado a adorarlo no es una manifestación de orgullo o alto ego. El llamado a adorarlo significa inclusión en la vida de Dios. La adoración expresa una consciencia por lo que Dios es, en el orden de las cosas. Una realidad última que nos motiva y nos transforma para vivir en plenitud. Quiere que nuestros corazones se orienten hacia él porque, de lo contrario, podríamos estar en camino a la perdición; esclavos de lo banal.

    Por otro lado, es evidente que las personas asocian “adorar” con elogiar y llenar de cumplidos a Dios. Esto en parte es cierto, dependiendo del contexto en el que se use el término “adorar”. En cierto sentido el término “adorar” si implicaría dar elogios y cumplidos a una figura o a Dios. Siendo así, entonces el público no creyente entendería que YHWH, al pedir que lo adoren, entonces está pidiendo que lo llenen de cumplidos y elogios (esto incluye hacer cánticos en honor a Dios). ¿No sigue siendo esto también una manifestación de orgullo por Dios al pedir ser elogiado? Pues, es natural sentir disgusto por una persona que está constantemente buscando cumplidos y elogios de otros, ¿no es así?

    Hay que considerar que “adorar” no necesariamente significa alabar. Adorar, el sentido cristiano, es principalmente colocar a Dios como el centro de nuestra vida, sobre quien dependerá nuestras decisiones y modo de vivir. “Adorar” y “alabar” son conceptos relacionados pero no son lo mismo. Entonces podemos replantearnos: ¿Realmente Dios busca ser elogiado? ¿Realmente Dios nos obliga, o pide, elogiarlo y llenarle de cumplidos? La respuesta es no. Desde su inmenso amor, lo que sí busca es adoradores (Jn. 4:23), no elogios ni cumplidos.


¿Qué hay de las alabanzas?

Pero, ¿qué hay de las alabanzas, tales como los cánticos y música? En realidad, en las Escrituras, YHWH no nos ordena a alabarlo. Más bien, notamos que son las criaturas las que se animan unos a otros, espontáneamente, a alabar a Dios (e.g. Sal. 33:1; 66:8; 112:1; Apo. 19:1). Todo esto para reconocer la grandeza de Dios y las buenas razones por las que Dios amerita ser adorado. Es la manera en la que el amor del humano por Dios se mantiene encendido. En sí, Dios no necesita ser alabado ni elogiado porque él es completo en sí mismo; es la perfección máxima. En el Salmo 50:12 (TNM) YHWH dijo: “Si tuviera hambre, no te lo diría a ti, porque la tierra productiva y todo lo que hay en ella es mío”.

    Más bien, la alabanza fluye naturalmente desde el disfrute completo que siente la criatura. C.S. Lewis, uno de los filósofos cristianos más influyentes hasta la actualidad, admitió en una de sus obras que tenía una noción equivocada de lo que es alabar y escribió:

Pero el hecho más obvio sobre la alabanza -ya sea de Dios o de cualquier otra cosa- se me escapaba extrañamente. Pensaba en ella en términos de cumplido, aprobación o concesión de honores. Nunca me había dado cuenta de que todo disfrute se desborda espontáneamente en alabanza. . . . El mundo resuena con alabanzas: los amantes alaban a sus amantes, los lectores a su poeta favorito, los caminantes alaban el campo, los jugadores alaban su juego. . . . Creo que nos complace alabar lo que disfrutamos porque la alabanza no sólo expresa sino que completa el disfrute; es la consumación designada[1].

Notamos que Lewis se da cuenta que la alabanza procede de aquello que el humano no puede evitar hacer: exaltar, alabar y elogiar aquello que considera de sumo valor. Dios produce bienestar y alegría en la vida del cristiano, y para completar este disfrute nace nuestra alabanza.


Conclusión

Queda claro que adorar a Dios es ponerlo en el centro de nuestra vida, como nuestro pilar y nuestra Roca (Sal. 19:14). Adorarlo es ponerlo por encima de todo lo demás y reconocerlo como el Creador y Padre. Pues, como cristianos la meta final es el Padre, y para llegar a él lo hacemos a través de Cristo (Jn. 14:6). Adorarlo es simplemente incluirnos y resguardarnos en Dios. Así que no, Dios no es un orgulloso por pedir adorarlo, de la misma forma que una madre no es orgullosa por pedir a su hijo que se deje guiar, cuidar y enseñar.

    Adicionalmente, no confundamos la fina diferencia entre “adorar” y “alabar”. Nuestra sana obligación es adorar a Dios (ponerlo en centro de nuestra vida) porque él es el dador de vida y de guía; así como la sana obligación de un hijo es escuchar y obedecer a sus padres porque son ellos quienes le pueden dar guía apropiada. Mientras que la alabanza es una consecuencia de nuestra naturaleza religiosa al querer elogiar a aquello que consideramos de sumo valor y nos produce un bien, como es en este caso, Dios.

    No lo alabamos porque él nos obliga, sino porque es algo que no podemos evitar hacer, y es la forma en la que nuestro amor a Dios se mantiene encendido. Así como el hijo que le nace hacer un regalo a sus padres, no porque se le obliga a hacerlo, sino porque sus padres ocupan un lugar valioso en su vida como guías y protectores, y lo expresa.



[1] C.S. Lewis, Reflections on the Psalms (New York: Harcourt Brace Jovanovich, 1958), 94-95.

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